Borrador

Cuentan que, hace tiempo, existía un reino algo especial. En el Sur se erigía un enorme castillo, más brillante que las estrellas y tan grande que todos los habitantes habrían cabido sólo en su salón. A pesar de todo ese espacio, sólo cinco personas habitaban el castillo: la princesa, un asesino, un sabio, una hechicera y un bufón. El castillo siempre estaba limpio, todas las comidas estaban preparadas a su hora. Como si en él vivieran millares de criados.

Unos decían que los reyes se habían marchado de viaje, otros, que el asesino los había descuartizado y sus cuerpos yacían en las mazmorras del castillo. Nadie sabía la verdad.

El bufón nunca mostraba su cara. Llevaba una máscara, bien alegre, o bien triste, y las indumentarias propias de un juglar. Nadie sabía su edad, pero sus manos revelaban que era joven. Se decía que era parte del castillo, que simplemente estaba allí porque no podía moverse, pero nunca salía. También decían que podía desaparecer...

La hechicera había llegado un día, herida y moribunda, y en forma de agradecimiento, había dispuesto sus hechizos a voluntad de la princesa. Tenía el pelo largo y negro como el azabache, y un vestido rojo. Sólo salía del castillo para comprar ingredientes para sus mejunjes, y se pasaba el día con una sospechosa sonrisa. Los plebeyos decían que esa sonrisa no era una mueca, si no una cicatriz que ella misma se hizo para recordar su sufrimiento. Su simple presencia hacía que todo el mundo la mirase, pero parecía no hacer nada, todo el día encerrada en sus aposentos...

El sabio llevaba allí desde que tenían constancia. No envejecía, pues había conseguido la eterna juventud, y era él quien había hecho que aquel castillo fuese tan especial. Era una persona tranquila y justa, y el mayor confidente de la princesa. Se le veía hablando con ella, o en su biblioteca. Suponían que estaba intentando conseguir la Piedra Filosofal, y que probablemente la propia princesa tendría algo que ver en ese objetivo.

El asesino era también joven, con los ojos tan claros como el hielo. Llevaba una gabardina sin mangas y unas botas hasta la rodilla, y estaba tatuado de arriba abajo. Nadie sabía nunca dónde estaba, sólo sentían un temor indescriptible. Tampoco entendían por qué estaba en el castillo, pero sí sabían que había viajado a los lugares más recónditos del mundo y tenía a las mujeres más hermosas a su disposición...

La princesa. La extraña princesa. Muñeca de hielo, la llamaban. No sonreía. Nunca mostraba emoción alguna. No contestaba preguntas, y nunca salía de su morada. Pasaba la mayor parte del tiempo en su torre. Tenía los ojos verdes, y decían que sus ojos desprendían tal frialdad, que las personas quedaban congeldas en el sitio sin poder decir nada más. Eso trajo muchos pretendientes, a los que, por supuesto, rechazó antes de siquiera ver. Llevaba sobre sí el reino y parecía que bastante bien, así que la gente, poco a poco, dejó de intentar tener contacto con ella y su castillo a menos que fuera necesario, y volvieron a sus tareas...




El príncipe tenía las botas puestas encima de la mesa. Habían llegado a sus oídos rumores de un castillo embrujado, y deseaba ir a comprobar tales historias. Se dirigió rápidamente a su padre, el cual, por supuesto, aceptó la petición de su adorado hijo. Esa misma noche, montó su mejor caballo y se dirigió rumbo a aquél reino. Al llegar, la gente le recibió calurosamente, entre mensajes de advertencia de que no se acercase al castillo. Él se presentaba como el Príncipe del Fuego, quien, sin duda, derretiría a la Muñeca de Hielo. Vislumbró, tal y como le contaban, el más hermoso palacio que hubiese podido imaginar jamás. Llamó, pero nadie contestó. Continuó golpeando la puerta hasta que ésta se entreabrió, dejando ver una máscara.
-¿Quiéén es?- Preguntó sin dejar ver el interior.
-Soy el Príncipe de Valhaal.- Dijo imponente.- ¡Ábreme, súbdito!
-Yo no soy un súbdito.- Susurró el bufón riéndose.- Yo soy un bufón, y no tengo por qué abrirte la puerta.
-¡Soy un extranjero, y vengo para ver a vuestra Princesa! ¡ABRIDME!
-Mmmmm... Creo que no. No es una buena idea. No creo que la Princesa quiera ver a un Príncipe tan desagradable.- El bufón se tocó la máscara.- Bueno, pensándolo bien... No creo que la Princesa quiera ver a ningún Príncipe.
-Soy especial. Has de dejarme pasar o te mataré.- El Príncipe comenzaba a estar bastante irritado.- Necesito ver a tu Princesa.
Alguien pareció gritarle algo al bufón, que al volver aparecer pro la rendija, llevaba otra máscara.
-En fin, ya no puedo jugar más con vos. Pasad.
Al abrirse la puerta, se vislumbró una escalera con una alfombra color verde. Se acercó para subir, pero notó algo en su espalda. Al darse la vuelta, vio a un hombre mirándole fijamente, con cara de desprecio.
-¿Tienes algún problema?
-No deberíais hablarme así, mi Príncipe. Si fuera el Rey de este castillo,vos estaríais ahorcado.- Mostró una media sonrisa, más escalofriante que alegre.- Deberíais iros lo más pronto posible.
-Drako.- Dijo una voz a lo alto de la escalera.- Callaos. Es un invitado.
El Príncipe se dio la vuelta, y al mirar a quien acababa de hablar, asumió por qué la llamaban la Muñeca de Hielo. No había visto una mirada tan fría desde que vio morir a su madre.
-¿A qué habéis venido?- Preguntó la mujer, con un vaporoso vestido y el pelo rojo como el fuego.
-Necesito cobijo durante unos meses.- Susurró el Príncipe arrodillándose y sonriendo.- Os lo pido como favor de parte de mi padre, el Rey de Valhaal. Sería un honor quedarme aquí durante una breve temporada, mi Princesa.
Al dirigir la mirada al Príncipe de ojos verdes y cresta alta, la Princesa se sonrojó y apartó la mirada. El Sabio, que iba a su lado se dio cuenta y soltó una pequeña risotada. Sin embargo, a Drako no pareció hacerle tanta gracia.
-Drako.- El nombrado se giró para obedecer la orden.- Acompañadle a su habitación. Si no es mucha molestia, le permitiremos quedarse.
El Príncipe no esperó más. Rápidamente, subió las escaleras y se colocó al lado de la Princesa. Arrodillándose de nuevo, le tomó la manó y la besó, antes de que el asesino pudiera siquiera moverse. La Princesa se sonrojó violentamente, y apartó la mano con una sonrisa. Drako fue rápido en su intersección para llevarse al Príncipe hacia el Ala Este.
Lo último que vio de la Princesa fue su melena moviéndose hacia el Ala Oeste.

El Príncipe siguió al hombre de la gabardina hasta una puerta alta y dorada.
-¿Dónde se encuentran los aposentos de la Princesa?- Preguntó sonriendo.
-No creo que sea de vuestra incumbencia.- Respondió con una mirada envenenada.
-¿Qué os molesta exactamente?- Volvió a cuestionar, susurrando en el cuello de Drako.- ¿Que me vaya a llevar a la Princesa, o que estáis tan enamorado de ella que no queréis que ni un sólo hombre la mire?
Drako frunció los labios y desvió la cara. Empujó al Príncipe hacia atrás, y, justo antes de irte, repitió:
-No es de vuestra incumbencia.

-Te harán daño.- Susurró mientras acariciaba el pelo a la Princesa.- Te harán tanto daño que no podrás mantenerte en pie, ni respirar. Y si te hicieran daño sin que tú lo consintieses, entonces te protegería, los mataría si hiciera falta. Pero lo que no voy a soportar, Phoenix, es que permitas que te hagan daño. No voy a quedarme para verte autodestruirte. Y no puedo hacer nada para impedirte que lo hagas, porque no puedo decirte qué vas a hacer.
La Princesa lloraba sin parar en las rodillas del hombre de la coleta.
-Pero... ¿tú volverás?
-Cuando hayas dejado de autodestruirte sí, por supuesto. Siempre estaré aquí contigo. Siempre, mi vida.
La Princesa sintió a su protector esfumarse como si de humo se tratara, y las lágrimas continuaron desbordándose hasta bien entrada la noche. Sabía que mentía. Sabía que jamás iba a volver, porque había roto su promesa. Suspiró en la cama e intentó conciliar el sueño.


*         *          *

Pasaron los días y el Príncipe de Fuego no sabía absolutamente nada de su Princesa. Había buscado en todos los rincones del castillo, con el bufón pisándole los talones, y había buscado también por el reino, pero nada. Parecía un reino fantasma. Se levantó de la cama y se asomó a la ventana, intentando suponer dónde podría estar ese día la Princesa. No le venía nada a la cabeza, hasta que oyó voces en el pasillo. Se acercó a la puerta.
-No deberíais haberle dejado entrar, su majestad.- Se quejaba la voz seria del asesino tan desagradable que había conocido.- No hace más que molestar y pasear por todo el reino como si fuera suyo.
-Ya lo sé, Drako. Pero en el último comunicado, mis padres dicen que debería escoger un marido para casarme lo más pronto posible, y él es el heredero de Valhaal, famoso por sus caballeros precisamente. Estaremos en guerra dentro de poco.
El Príncipe se asomó a la puerta sólo para ver a Drako apretar los nudillos y abrazar a la Princesa.
-No os pasará nada, su majestad. Os lo prometo.- Susurró besándole el pelo.
Hubo un pequeño silencio en el que la Princesa terminó por rodearle con sus manos la cara, y él la miró con tanta intensidad que incluso el propio Príncipe se sonrojó. Abrió la puerta y carraspeó, apoyándose en el marco.
-¿Molesto?
La Princesa se separó, aún ruborizada, con la mirada más natural que había podido ver de ella hasta el momento.
-No, por supuesto.- Se atusó el vestido y se volvió para mirar al asesino.- Drako, puedes retirarte. Esta noche tenemos un banquete especial, ya lo sabes.
-Sí, su majestad.- El moreno hizo una reverencia algo forzada y se fue, con los puños tan recogidos que parecía sangrar. No se dio la vuelta.
-¿Tendréis la amabilidad de acompañarnos esta noche en el Gran Salón, mi Príncipe?
-Por supuesto, Princesa.- Se agachó un poco para recoger su mano y besarle los nudillos con firmeza.- Y, sin que sirva de precedente, si no de aviso, no deberíais tener tantas confianzas con un simple plebeyo. Sobre todo si aspiráis a casaros pronto.
Sus mejillas volvieron a adquirir un tono carmín, pero sus ojos perfectamente podrían haber sido cuchillos.
-Sin que sirva de precedente, si no de aviso, querido Príncipe, nunca me digáis qué debo hacer con mis vasallos.- Retiró la mano lentamente y se dirigió al otro lado del pasillo.- De hecho, a poder ser, no me digáis qué debo hacer con nada en general. Os veré en la cena, si es que os place asistir, ya que la mesa estará llena de "plebeyos" como él.
El Príncipe soltó una risotada y siguió apoyado en el mismo sitio.
-No tendré ningún problema con ningún plebeyo que no sea él, Princesa. Pero gracias por la advertencia.




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