Hotel Heartbreak, habitación 232.

Cuando entré en el hotel, un hombre de aspecto afeminado me recibió. Yo ni siquiera sabía cómo había llegado allí. Llovía y estaba empapada. Solo Dios sabía cuánto tiempo debía de haber estado dando vueltas, calada hasta los huesos, tratando de organizar mis propios pensamientos. Y todo, absolutamente todo, había sido inútil.
Me acerqué al mostrador, para darme cuenta, avergonzada, de que ni siquiera habría fondos en la tarjeta para pagarme una sola noche. El (o la) recepcionista me pidió los datos y el DNI. Yo, temblando, se los di. Luego, hice el amago de sacar la tarjeta, pero me hizo un signo para que parara.
-No te preocupes. Te cobraremos cuando tu estancia termine aquí -dijo, con voz suave-. Tengo ojos en la cara, y creo que ahora mismo el dinero es el menor de tus problemas. No te preocupes, por favor. Sube a tu habitación.
Me tendió una llave y me indicó amablemente la posición del ascensor. No llevaba maletas. Apreté el botón y me pregunté cuánta gente llegaría, a las tantas de la mañana, chorreando agua por cada pliegue de su cazadora, y les dejarían entrar. La decoración del hall y de los pasillos dejaba entrever que no era un hotel de mala muerte, sino uno con bastante clase, en realidad. Los pasamanos eran antiguos y los suelos, con una moqueta roja, estaban impolutos. Solo el servicio de limpieza diario debería costar una fortuna.

Abrí la habitación y observé su interior. En realidad, era relativamente pequeña. No tenía ventanas ni balcón, pero sí un montón de lámparas diferentes. Me fijé en que tampoco había espejos. Dejé caer mi ropa al suelo y la coloqué encima del radiador para secarla. Todavía estaba llena de barro, y me planteé utilizar también la lavandería. Cuando entré en el baño, vi que había una bata con aspecto confortable. Quise sonreír, pero la mirada en el único espejo del lavabo me devolvía de todo menos alegría.

Procuré darme prisa en lavarme el pelo y quitarme el fango de entre los dedos: si quería darme un baño en esa lujosa bañera, probablemente fuese mejor que estuviera medianamente limpia. Luego, me eché la bata por encima: era tan cómoda como parecía, y mis nervios pinzados lo agradecieron.

Me dejé caer sobre la cama, tratando de encontrar una postura agradable. Era imposible, así que al final me limité a agarrarme las rodillas y dejar que las lágrimas continuaran cayendo por mi cara. Al menos, ahora olía a albaricoque.

Eché la mano a un lado para agarrar el bolso, pero recordé que el móvil no estaba dentro. Estaba roto, en algún punto de mi travesía, estrellado contra el suelo en un ataque de rabia. Bufé y me tumbé de lado, tratando de mantener todas las partes del pecho unidas, pero me resultaba verdaderamente difícil. Luego, me pregunté si alguien vendría a buscarme. Si él vendría, pero era, cuanto menos, improbable.

De todas formas, llevaba días sin contestar. Después de la última discusión, todo se había vuelto difícil y poco claro. 

-¿Otra vez? ¿Vamos a hablar otra vez de la misma mierda? -Su voz cansada todavía resonaba en mis oídos-. Otra vez la misma conversación...
Suspiré, intentando conservar un ápice de calma.
-Dos semanas, tío -repliqué-, dos semanas y ni una sola llamada. Cuatro mensajes mal escritos, dando suerte con algo más de un monosílabo, y eso es todo. ¿Y tampoco tengo derecho a quejarme?
-Ya te he dicho que estoy ocupado, que apenas paso por casa.
-Ajá. Y otra vez, no puedes venir, ¿no?
-Nena, son negocios...
-Sí, vamos, que me quedo aquí esperando por ti como una imbécil otra vez -murmuré, enfadada-. Como siempre. Siempre estás ocupado, nunca estás disponible, pero aquí seguimos.
Él bufó, dando a entender que estaba harto de la conversación.
-Lo único que haces es huir, y huir, y escapar, y volver a huir. 
-Esto es complicado...
-Esto no va a ninguna parte. Estoy cansada, de ti, de tus excusas, de las esperas.
-Pero tú dijiste que... -insistió, ya con un tono de voz más suave-. Te dije que no tenías por qué esperarme.
Yo me reí.
-No, claro que no. Pero te quería, así que quise esperarte. Pero tú no has hecho más que mentirme y engañarme, así que supongo que tú no me querías tanto.
Volvió a suspirar.
-No lo sé, nena, no lo sé -confesó-. No estás aquí para saberlo. No sé qué siento, no sé que no siento y no sé ni cómo estoy. Esto es demasiado para mí.
-¿De verdad? ¿De verdad crees que es demasiado? -Sin haberme dado cuenta, ya estaba llorando de nuevo-. ¿De verdad era tanto pedirte el intentarlo? No, claro, pero eres un cobarde. Lo único que te importa eres tú, tú y tú. Y estoy cansada. Cansada de quedarme despierta para ver si te apetece llamarme o hablar conmigo. Pendiente del móvil todo el puto día, solo para ver que no hay ningún mensaje nuevo. Pensando en si realmente estás ocupado o si simplemente te estás largando con otra, sin más y sin decirme nada...
Silencio. Yo suspiré y me sequé las lágrimas.
-No voy a esperarte más. No quiero esperarte, ni te quiero a ti, no más. Estoy harta de todo esto. Así que adiós.
-Espera, yo...
Colgué. Y entonces, salí a vagar por entre las gotas de lluvia, rompiendo el móvil y rebuscando algo de la escasa dignidad que debía quedarme entre el barro y la carretera.

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