Hotel Heartbreak, habitación 139.

-Ni lo intentes -dije, observando al chico apoyarse a mi lado-. Estoy ocupada.
Él arqueó una ceja y sonrió. Yo tiré el cigarro al suelo y lo aplasté con fuerza, dejando claras mis intenciones.
-No te lo has terminado.
-Será que la compañía no es grata -respondí, colocándome bien la chaqueta. No hacía demasiado frío, pero tampoco sabía si tenía que hacerlo. Ni siquiera sabía en qué mes estábamos a esas alturas. En mi cabeza, había pasado tanto tiempo en el hotel que ya ni contaba los días. No había calendarios, y mi móvil se había muerto hacía ya tiempo.
Era complicado, en realidad. Seguía siendo igual de complicado que al principio. No solo mi corazón, mi alma también se encontraba adolorida a cuenta de ese imbécil. Me preguntaba si, en algún momento, eso cambiaría, a pesar de que me había acostumbrado tanto a la apatía que ya apenas me importase. Caminé al interior y le dediqué una mirada de reojo al camarero. Él hizo un movimiento de cabeza hacia la tarima, indicándome que estaba a punto de comenzar.
Si aún había algo que me hiciese pensar que seguía con vida, era precisamente eso: ese taburete, ese micro y mi pie dando golpecitos contra el suelo a medida que dejaba que la rabia llenase mis cuerdas vocales a la hora del espectáculo. Hasta llegar al hotel, jamás me había planteado cantar de ese modo. Una de las señoras de la limpieza se lo comentó a la directora, y ella vino a buscarme. Fue un buen trato, porque ya apenas me quedaba liquidez en la cuenta. Por lo menos, no la suficiente. Así que actuaba todas las noches. Bajaba y me dejaba llevar, sosteniéndome con la única emoción que continuaba en mí: la ira y la decepción. Podría decir, incluso que algo de tristeza. Una que no se iba con los aplausos ni los vítores, una mucho más profunda y difícil.

Así que subí al escenario y esperé hasta oír los primeros acordes de mis canciones. Y luego, se me olvidó que existía algo más que yo allí.

Ese día, estaba cansada. Muy cansada, irritada y harta. Una mala combinación, para la que la única cura que conocía era una copa, una de las caras. De a las que solo tenía acceso una vez cada cierto tiempo (puede que un mes, puede que un año). El camarero no dijo nada mientras me la servía. Sin embargo, antes de que el chico que me había venido a buscar fuera se sentara, ya sabía que esa no iba a ser mi noche.
-Bastante bien.
-¿El qué? -inquirí, sin girar la cabeza.
-Tu voz. Muy... viva.
-¿Viva? -enarqué una ceja. Podría haberme quedado callada, pero me pareció un adjetivo tan curioso como estúpido.
-Ahá -asintió, dando un par de toquecitos en la mesa con su vaso vacío-. Parece que le guardas rencor a alguien.
-Es de mala educación llamar así a los camareros -dije, manteniendo el tono neutro-. Y además, no es de tu incumbencia.
-¿Ni tu nombre?
-Menos aún.
-¿Eres consciente de que lo pone en los carteles?
-Soy consciente de que no lo vas a oír de mi boca, y con eso me llega.
Me terminé el licor de un trago y me dispuse a levantarme, pero vi cómo el camarero lo rellenaba.
-Corre de mi cuenta -comentó el chico, fijando la mirada en su bebida como si no le interesara.
-No me apetece.
-Yo no bebo eso.
-Pues invita a otra persona.
-Quiero invitarte a ti -alzó su copa para brindar, pero yo suspiré y me crucé de brazos.
Él se mantuvo en silencio.
-¿Por qué yo?
-¿Y por qué no? - dijo, encogiéndose de hombros.
-Eres guapo. Invita a otra en mi lugar.
-Tú me pareces más interesante.
-No lo soy.
-Oh, ya lo creo que sí -se rió descaradamente-, porque otra no lo estaría rechazando.
Eso me puso aún de peor humor. Aparté de mí el vaso y recogí mis cosas.
-Tú mismo lo has dicho. Rechazándolo.
-No esperaba que cambiases de opinión.
-Me alegro, porque no voy a hacerlo.
Me levanté y me aproximé a la salida, asumiendo que el único lugar seguro en ese momento sería mi habitación, por muy poco que me apeteciese. Tenía la impresión de que ese tío no se iba a dar por vencido.
-Actúas mañana -gritó a lo lejos-, y yo pienso estar aquí.
Mi única respuesta fue un dedo.


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