Hotel Heartbreak, habitación 777.

Se despertó entre sus almohadones favoritos, totalmente cubierta por sus sábanas de seda rojas. Podía verla a través del dosel de encaje, y supe al momento que no se había levantado de buen humor. Tragué saliva y me dispuse a colocar en mi rostro la mejor de las sonrisas. Odiaba verla fruncir el ceño así. Los otros dos sirvientes tenían una expresión de desconsuelo en sus caras, probablemente igual que la mía. Se estiró y se apoyó en el cabecero de ébano, con su largo cabello recogido en una trenza cayendo por su espalda. Se había despeinado mientras dormía. Probablemente hubiese tenido pesadillas. Apreté el puño derecho hasta que los nudillos se me tornaron blancos. Luego, carraspeó. No hizo falta que malgastara su primera palabra del día en mí, solo me miró y me levanté, apartando con cuidado el dosel.
-Buenos días, mi Reina -pronuncié, con voz suave. Sabía que odiaba los sonidos agudos por las mañanas-. ¿Le apetece desayunar?
Ella bostezó y sonrió ligeramente. Luego, me observó unos segundos con sus enormes ojos irisados.
-Buenos días, Mel -respondió. Su tono grave y arrullador hizo que un escalofrío me recorriera la espalda. Detrás de mí, podía escuchar la respiración agitada del resto, deseando haber sido escogidos-. ¿Podría ser batido, hoy?
-Por supuesto, mi Reina. Lo que le plazca.
Ella terminó de sonreír y apartó las sábanas de una de sus piernas. El camisón se le había subido lo suficiente como para dejar más bien poco a la imaginación, y yo me ruboricé al momento. Volvió a reírse y se deshizo la trenza con lentitud. Varios sirvientes se ofrecieron a hacerlo por ella, pero los declinó con toda la clase del mundo. Luego, pidió que se retiraran de la habitación antes de que yo acudiera a la cocina a por su desayuno.

Cuando regresé, ya se había vestido. El cabello blanco caía en ondas por su espalda bajo la discreta diadema de zafiros, a juego con el traje aterciopelado. Su piel relucía a la luz de la lámpara de araña de la sala. Hice una pequeña reverencia cuando dirigió su vista hacia mí y le tendí la bandeja. Ella, risueña, recogió la copa y comenzó a tomársela, posada en la ventana.
-Sé lo que estás pensando -comentó, sorbiendo un poco más-. Una reina no debería apoyarse así en el alféizar, ¿verdad?
Yo me sonrojé. Efectivamente, había pensado por un momento eso.
-Pero da igual, porque no están abiertas. No creo que se puedan abrir, ¿no?
-¿Quiere que probemos, mi señora?
Ella se rio.
-Oh, no, no me refería a eso. Todavía me extraña no poder la luz del sol, eso es todo.
-Ya queda poco, mi Reina. En unos días, podrá mostrarse al mundo como su legítima gobernante.
Suspiró, posando los restos de su desayuno en la bandeja.
-¿Tú te encuentras ansioso porque eso ocurra? -preguntó, torciendo el gesto-. Yo no sé si...
Me alteré notablemente.
-Claro que sí, mi señora -respondí, tajante-. Usted es la única que puede gobernar durante el resto de la eternidad. Mi cabeza no concibe otra cosa.
Comenzó a pasear y se sentó en la cómoda con ligereza. Era fascinante el verla así, confiada, como si no pudiese valerse por sí misma. Sin embargo, yo la había visto. La había visto aniquilar a sus enemigos con fiereza, ella y un arma, sin necesidad de nadie más.
-¿Y el resto?
-Estoy completamente seguro de que opinan lo mismo. -Resoplé, colocándome más cerca de ella. Mis manos luchaban por no tocar las suyas-. Usted nos ha salvado. Nos ha rescatado a todos y cada uno de nosotros. Nos ha enseñado, nos ha mostrado lo que puede llegar a ser la vida. Y, sin duda, cualquiera debería agradecérselo.
-He terminado con otras vidas para que vosotros conservéis la vuestra, Mel. Y no serán las últimas.
-Las vidas son efímeras para alguien como usted, mi Reina. Unas valen más que otras, y si usted decidió que la vida valía más que la de cualquiera, yo me siento honrado y agradecido. Y siento lástima por aquellos que se han perdido, pero si no valían suficiente, era culpa suya y solamente suya. Y usted lo sabe mejor que nadie. Sus decisiones son las correctas. La veneramos y sucumbiremos haciéndolo, y quien no lo haga, es porque no merece estar vivo.
Ella volvió a suspirar y caminó con lentitud hacia la puerta.
-Entonces, ¿por qué hemos erigido esto, Mel? ¿Por qué me ofrecéis el derecho de escoger tan libremente? ¿Por qué tendré que hacerlo durante toda la eternidad?
Yo la seguí, apagando las luces.
-En veintiún días, mi señora, el fin del mundo tal y como lo conocemos acontecerá. Y solo estará usted, para gobernarnos a todos. Para rescatar a los que queden. Y lo hará, durante el resto de su existencia inmortal. -Dije, enorgullecido-. Y ni siquiera lo tomará como una obligación. Será su intuición, su propio favor. Y, si en algún momento, decide acabar con todo... Entonces también estará bien.
Salimos de la habitación y nos encontramos con la recepcionista. La Reina le dio un beso en la frente y ella hizo una reverencia. Su cabeza sin pelo brillaba.
-Veintiún días, mi Reina -dijo la recepcionista, con adoración en los ojos-. Veintiún días para el Apocalipsis.

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